Sansón Carrasco se marchó de la ciudad y volvió a su aldea.
Seis días estuvo don Quijote en la cama, triste, pensativo, recordando el desdichado suceso de su derrota. Sancho lo consolaba diciéndole:
–Señor mío, levante la cabeza y alégrese, si puede, y dé gracias al cielo, ya que no se le ha roto nada. Volvámonos a nuestra casa y dejémonos de buscar aventuras en lugares que no conocemos, aunque perdamos la esperanza, vuestra merced de ser rey y yo de ser conde.
–Calla, Sancho, pues sólo estaré un año sin salir. Luego volveré a mis honrados ejercicios y no me ha de faltar reino que ganar y algún condado que darte. Pero ¿qué digo? ¿No soy yo el vencido? ¿No soy yo el que no puede tomar armas en un año? ¿Qué prometo, entonces?
–Déjese de eso ―dijo Sancho―, pues el que hoy cae puede levantarse mañana.
Capítulo XXI
El regreso a la aldea
Llegó el día de la partida. Salieron de Barcelona, don Quijote desarmado y Sancho a pie pues el asno iba cargado con las armas. Muchos pensamientos fatigaban a don Quijote después de ser derribado: unos iban al desencanto de Dulcinea, otros a la vida que había de hacer en su forzosa[207] retirada. Dijo a Sancho:
–Quisiera, ¡oh, Sancho!, si a ti te parece, que nos convirtiésemos en pastores, al menos el tiempo que tengo que estar sin salir. Yo compraré algunas ovejas y todo lo necesario. Me llamaré el pastor Quijotiz, y tú, el pastor Pancino; nos iremos por los montes y prados; beberemos en las fuentes o en los arroyos y nos darán su fruto las encinas y su sombra los árboles. Así podremos hacernos eternos y famosos en los presentes y futuros siglos. ¡Qué vida nos vamos a dar, Sancho amigo!
Iba don Quijote triste y pensativo cuando le vino el recuerdo de su señora Dulcinea, y dijo a Sancho:
–Si quieres que te pague por los azotes que has de darte para desencantar a Dulcinea, dime, Sancho, lo que quieres y azótate, y luego coges los reales que sean, pues tú eres quien llevas mis dineros.
Sancho abrió los ojos de alegría y aceptó azotarse de buena gana.
–Lo hago, señor ―le dijo―, porque el amor de mis hijos y de mi mujer me hace ser interesado. ¿Cuánto me dará por cada azote?
–Si te hubiera de pagar ―dijo don Quijote― conforme a lo que merece la grandeza de este remedio, todo el dinero del mundo sería poco. Pon tú el precio a cada azote.
–Los azotes ―dijo Sancho― son tres mil trescientos. De ellos, ya me he dado cinco, pero que entren de nuevo en la cuenta. Si los ponemos a real por cada cuatro azotes, me tendríais que dar ochocientos veinticinco reales. Los cogeré de los que tengo de vuestra merced y entraré en mi casa rico y contento, aunque bien azotado.
–¡Oh, Sancho bendito ―respondió don Quijote―, qué obligados a servirte quedaremos Dulcinea y yo todos los días de nuestra vida! Mira, Sancho, cuándo quieres comenzar.
–¿Cuándo? –dijo Sancho―. Esta noche sin falta[208].
Llegó la noche y se metieron entre unos árboles. Sancho cogió las cuerdas del asno y se retiró un poco de su amo, que al verlo marchar le dijo:
–Mira, amigo, no te hagas pedazos; quiero decir que no te des tan fuerte que te quedes sin vida antes de llegar al número deseado.
–Pienso darme de manera que sin matarme me duela ―dijo Sancho.
Se desnudó de medio cuerpo para arriba y comenzó a darse, y don Quijote a contar los azotes. Pero Sancho dejó de dárselos en la espalda y daba en los árboles, sin dejar de quejarse de cuando en cuando. Don Quijote, temeroso de que se le acabara la vida antes de terminar, le dijo:
–Por tu vida, amigo, déjalo ya; te has dado más de mil azotes, basta por ahora y demos tiempo al tiempo.
–No, no, señor ―dijo Sancho―. Apártese otro poco y déjeme darme otros mil azotes.
Volvió Sancho a su tarea con tanta fuerza, que al poco ya había quitado las cortezas a muchos árboles.
–No permita la suerte ―dijo don Quijote― que por mi gusto pierdas la vida; que espere Dulcinea mejor ocasión. Cuando te recuperes, terminaremos esto.
–Si vuestra merced lo quiere así ―respondió Sancho―, sea como dice. Tápeme la espalda, porque estoy sudando y no quiero resfriarme.