Una mañana salió don Quijote a pasear por la playa, armado de todas sus armas, cuando vio venir hacia él un caballero armado que llevaba pintada en el escudo una luna resplandeciente. Se dirigió a don Quijote y le dijo:
–Famoso y alabado caballero don Quijote de la Mancha, yo soy el Caballero de la Blanca Luna. Vengo a luchar contigo y a probar la fuerza de tu brazo, con el fin de hacerte confesar que mi dama, sea quien sea, es sin comparación más hermosa que tu Dulcinea del Toboso y, si confiesas esta verdad, te librarás de morir. Si luchas y te venzo, quiero que dejes las armas y te retires a tu aldea durante un año, donde has de vivir en paz sin echar mano a la espada. Y si me vences, quedará a tu disposición mi cabeza y serán tuyos mi caballo y mis armas, y la fama de mis hazañas pasará a ser tuya.
Don Quijote se quedó asombrado y con voz seria y tranquila le respondió:
–Caballero de la Blanca Luna, cuyas hazañas todavía no conozco, yo os haré jurar que jamás habéis visto a la famosa Dulcinea; porque si la hubieseis visto, sabríais que no puede haber belleza que se pueda comparar con la suya. Así que acepto luchar con vos, pero no deseo que la fama de vuestras hazañas sea para mí, pues no sé qué hazañas son y con las mías me contento. Elegid la parte del campo que queráis, que yo haré lo mismo.
Llegó entonces a la playa Sancho con varios caballeros y don Antonio, que no sabía quién era el Caballero de la Blanca Luna, ni si la batalla era de burla o de verdad.
–Puesto que los dos caballeros insisten en luchar, prepárense para ello ―dijo don Antonio, después de saber las razones de la pelea.
Se pusieron uno frente a otro y atacaron sin esperar más. Como el caballo del Caballero de la Blanca Luna era más ligero, llegó antes y chocó con tan poderosa fuerza que Rocinante y don Quijote cayeron al suelo. Se acercó a él y poniéndole la lanza sobre el rostro, le dijo:
–Habéis sido vencido, caballero, y moriréis si no confesáis la superioridad de la belleza de mi dama.
Don Quijote, molido del golpe, sin alzarse la visera, como si hablara desde una tumba, exclamó con voz débil y enferma:
–Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra. Méteme la lanza y quítame la vida, caballero, pues me has quitado la honra.
–Eso no lo haré yo ―dijo el Caballero de la Blanca Luna―: viva la fama de la hermosura de la señora Dulcinea del Toboso, que yo me contento con que el gran don Quijote se retire a su aldea un año, o el tiempo que yo le mande, como acordamos antes de entrar en batalla.
Don Quijote lo aceptó, como caballero de palabra que era, y el de la Blanca Luna se marchó a la ciudad.
Don Antonio levantó a don Quijote y vio que tenía el rostro lleno de sudor y sin color. Sancho, triste y apenado, no sabía qué decir ni qué hacer; viendo a su señor rendido y obligado a no tomar las armas en un año, le parecía que todo aquello era un sueño o cosa de encantamiento. Finalmente, llevaron a don Quijote en una silla de mano a la ciudad.
Don Antonio siguió al Caballero de la Blanca Luna con el deseo de conocerle. Al darse cuenta el de la Blanca Luna, se detuvo y le dijo:
–Sé, señor, a lo que venís, que es a saber quién soy, y como no hay por qué negarlo, os lo diré: soy el bachiller Sansón Carrasco, del mismo lugar que don Quijote de la Mancha, cuya locura nos da lástima a todos los que lo conocemos; y, creyendo que su salud mejorará si se queda tranquilo en su tierra, he hecho esto para hacerle volver a ella. Ya lo intenté una vez llamándome el Caballero de los Espejos, pero la suerte no me favoreció y don Quijote me venció a mí; ahora ha sido al revés. Estoy seguro de que cumplirá su palabra. Os suplico que no digáis a don Quijote quién soy, para que él vuelva a recuperar su juicio, que lo tendría muy bueno si dejase las tonterías de la caballería.
–¡Oh, señor ―dijo don Antonio―, Dios os perdone el agravio que habéis hecho a todo el mundo al querer volver cuerdo[206] al más gracioso loco que hay en él! Es una pena que se cure don Quijote, porque con su salud perderemos sus gracias y las de su escudero Sancho Panza, gracias capaces de alegrar a la misma melancolía. A pesar de todo, no le diré nada, para ver si es verdad mi sospecha de que vuestra merced no conseguirá lo que se propone.