–Mire, señor caballero andante, que no se le olvide lo de la ínsula, que yo la sabré gobernar aunque sea muy grande.
A esto respondió don Quijote:
–Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre de los caballeros andantes hacer gobernadores a sus escuderos de las ínsulas o reinos que iban ganando, y yo pienso seguir esta costumbre. Y bien podría ser que antes de seis días ganase yo un reino y fueses coronado rey de él.
–De esa manera ―respondió Sancho Panza―, si yo fuera rey por algún milagro de los que vuestra merced dice, Juana Gutiérrez, mi mujer, sería reina, y mis hijos, infantes.
–Pues ¿quién lo duda? ―contestó don Quijote.
–Yo lo dudo ―dijo Sancho―, porque no vale mi mujer para reina; condesa será mejor.
–Pídelo tú a Dios ―dijo don Quijote―, que él le dará lo que le venga mejor.
Capítulo VIII
La aventura de los molinos de viento
Iban caminando cuando descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y cuando don Quijote los vio, dijo a su escudero:
–La suerte va guiando nuestras cosas mejor de lo que pensábamos; porque mira allí, amigo Sancho Panza, donde se ven treinta, o pocos más, inmensos gigantes. Pienso pelear con ellos y quitarles a todos las vidas, y con el botín[43] que ganemos comenzaremos a enriquecernos.
–¿Qué gigantes? ―dijo Sancho Panza.
–Aquellos que allí ves ―respondió su amo― de los brazos largos, que miden algunos casi dos leguas[44].
–Mire, vuestra merced ―respondió Sancho―, que aquellos no son gigantes sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas[45], que se mueven por el viento.
–Bien parece ―respondió don Quijote― que no estás enterado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí y reza mientras voy yo a entrar en fiera y desigual batalla.
Y diciendo esto, se lanzó con su caballo Rocinante diciendo:
–No huyáis, cobardes, que un solo caballero os ataca.
Entonces se levantó un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a moverse. Al verlo dijo don Quijote:
–Aunque mováis todos los brazos del mundo me lo vais a pagar[46].
Luego, con la lanza en la mano, puso a todo galope a Rocinante y atacó el primer molino que estaba delante. Dio un gran golpe con la lanza en el aspa, pero el viento hizo girar el aspa con tanta fuerza que rompió la lanza, arrojando lejos al caballo y al caballero, que fue rodando malherido por el campo. Acudió Sancho a socorrerlo y vio que no se podía mover; tal fue el golpe que había recibido.
–¡Válgame Dios! ―dijo Sancho―. ¿No le dije yo a vuestra merced que tuviera cuidado con lo que hacía, que eran molinos de viento?
–Calla, amigo Sancho ―respondió don Qiujote―, que las cosas de la guerra cambian continuamente. Más aún, yo pienso que aquel sabio Frestón que me robó los libros ha convertido estos gigantes en molinos, para quitarme la fama de su derrota. Pero poco podrá su maldad contra la bondad de mi espada.
–Dios quiera que así sea ―respondió Sancho Panza.
Le ayudó Sancho a levantarse y a subir sobre Rocinante y siguieron camino.
Después de caminar un buen trecho, Sancho dijo que era hora de comer. Su amo le respondió que comiera lo que quisiera, que él no tenía necesidad. Con su permiso, Sancho se puso cómodo en su asno e iba caminando y comiendo detrás de su amo y, de cuando en cuando, empinaba[47] la bota con mucho gusto.
La noche la pasaron entre unos árboles; don Quijote pensando en su señora Dulcinea, para hacer lo que había leído en sus libros, y Sancho Panza durmiendo sin parar.
Capítulo IX
La aventura de los frailes y el vizcaíno
Muy de mañana, continuaron viaje hacia Puerto Lápice[48]. A mitad de trayecto, aparecieron por el camino dos frailes de la orden de San Benito sobre los mulas y, un poco más atrás, un coche llevado por caballos, donde viajaba una señora vizcaína[49] que iba a Sevilla. Apenas los vio don Quijote, dijo a su escudero:
–O yo me engaño, o esta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto; porque aquellos bultos negros deben de ser algunos encantadores que llevan prisionera a alguna princesa.